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HISTORIAS

El fútbol y el miedo

Era una tarde de sol, como tantas otras de la niñez, de esas que con tu edad, estás para correr, saltar, jugar a las escondidas o a la pelota en mitad de la calle, por que por entonces se jugaba así, en mitad de la calle, que aunque ya estaba pavimentada, el paso de los coches se anunciaba con antelación, tal como si ves venir una paloma por el cielo. O sea, había registro previo del vehículo llegando, que daba pie al tiempo justo del anticipo, de moverse a un lado y dejarlo pasar. Una tarde de sol, como esas que te agarraste a trompadas con algún amiguito, por diferencias sustanciales en alguna verborragia excesiva, que molestó a uno de los dos, o de esas otras en que salíamos del colegio a las cinco de la tarde, y comenzábamos a correr hacia nuestras casas para llegar a tiempo y ver una de las series televisivas que marcaron nuestras intenciones de héroes enmascarados, El Zorro, con Guy Williams. Pero aquella tarde de sol, a la que hago referencia era una tarde de domingo, tarde de domingo futbolera, cuando todos los partidos de la jornada se jugaban a la misma hora, y era una tarde especial, puesto que mis padres habían decidido llevarme por vez primera a ver un partido. El fútbol ya había calado profundamente entre mis pasiones de juego, pero era ese fútbol inocente, ingenuo, desprolijo, propio de un niño, que jugaba en la calle, como mencioné antes. El de verdad, el de los equipos con camisetas distintas, con gente en las tribunas y por el Campeonato, no lo había visto más que en alguna otra ocasión por la tele, y en blanco y negro. No era completamente consciente de su significado deportivo y social. Y llegó la tarde de sol del domingo, y allá fuimos en el coche familiar, un Fiat 1500. Después de atravesar la ciudad de sur a norte, llegamos al estadio, o al menos de lo poco que podía ver, dada mi estatura y el cumulo de personas que lo circundaban, apenas algo de muro y unas gigantescas torres con multitud de focos. No dio tiempo para más, por que rodeados de piernas por todas partes y de la mano de mis padres, dimos el envión final por una gran puerta, para que aparecieran de inmediato muchos escalones ascendentes, llenos de gente y más gente. La inquietud ya se me había instalado en el cuerpo, así, casi sin permiso, sobrevenida, alimentada por un gran vocerío que emanaba al unísono y me aturdía los oídos. Finalmente, logramos ubicarnos, pero aún no podía ver nada de lo que estaba sucediendo del otro lado del alambrado, sí, un alambrado como esos que había en el zoológico, en las jaulas de los leones, de los osos o de los monos, que ya conocía perfectamente. Sin más espera, mi padre, por orden de mi madre como era costumbre, me elevó con sus brazos hacia arriba y me sentó en sus hombros. Y llegó el éxtasis, la inmensidad, el color, la realidad, la imagen, de esas imágenes que vas a recordar toda tu vida, por que haces de ella un instante fotográfico, un punto eterno que se archiva en tu memoria, impregnado de las emociones que te acompañan, y que siempre podrás rescatar. El verde sempiterno de aquel césped, unos tipos que llevaban el balón vestidos con los colores que forjarían una pasión de por vida, el azul y el amarillo, mientras otros intentaban quitárselo, una pelota blanca impoluta, fulgurante, que lucía aún más radiante bajo el sol, como nunca antes había visto. Y así fueron pasando los minutos, con ritmos cansinos, con corridas por un lado, por el otro, amagues, centros y tiros de esquina, pero con las ganas de ver un gol, que nunca llegó. Terminó el partido, la multitud comenzó a bajar las escalinatas y el empuje de la masa nos derivó hacia la puerta de salida, la misma por la que habíamos entrado. Comentarios, murmullos, gritos, alguna sirena policial, eran los sonidos que circundaban mi andar, siempre de la mano de mis padres, pero de aquel conglomerado, surgió una persona mayor, un hombre mayor que mi padre, que no portaba ninguna identificación, ni gorra, ni bandera de los colores de nuestro equipo, y con voz gruesa y sonrisa socarrona se dirigió hacia mí: - ¿Y...? ¿Quién ganó el partido, pibe...?. La pregunta me paralizó, la imperceptibilidad del instante se arraigó brutalmente en mi cabeza, sin sentido, hundido en la confusión y el desarraigo. Como si las manos de mis padres me hubieran dejado solo. ¿Cómo iba a responder ese requerimiento? Si contestaba que había ganado uno, quizás aquel hombre era del otro equipo y probablemente ejerciera alguna violencia sobre mí, dado que no llevaba ninguno de los colores identificables, y yo algo sabía de las peleas entre hinchas a la salida de los partidos. Además, cuando fuí aclarando la mente, todo ello en milésimas de segundos, el partido había terminado 0 a 0, por lo tanto no tenía un ganador. Aquella emoción irreverente me dejó sin respuesta, atónito, perdido en un submundo donde desaparecían los sonidos, donde solo reinaba el silencio del alma. Un minuto después, entre risas de mis padres y las del hombre mayor, fuí comprendiendo que todo era una broma, algo así como para amenizar la tarde de sol de un niño pequeño. Sin embargo, y a pesar del alivio, había experimentado mi primera sensación del miedo al concurrir al fútbol. Con los años no tuve más que acostumbrarme...

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