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Filosofía

Apretó con cierta fuerza el vaso de agua, que había pedido junto con el café de la mediatarde. El leve movimiento no evitó que alguna gota juguetona se escapara del borde invisible del cristal y cayera serpenteando hacia abajo, mojando suavemente su mano simiesca. En actitud serena, pero con un halo de sospecha urbana, permaneció así, inmóvil, imperceptible, durante varios minutos, detrás del ventanal limpio y transparente del bar, casi como un pez, incrustado en esa especie de pecera ciudadana, en donde uno suele depositar con precipitada mueca los glúteos cansados.

En ese espacio compartido por otros tantos seres marinos como él, insípidos y pensantes, las bocanadas de humo ondulaban lentas y silenciosas hacia el techo, para desvanecerse antes de tocarlo. Su mirada parecía estar pétrea, vidriosa, como el ventanal que separa sus ojos de la calle traviesa. Los gestos eran escasos, solo sus músculos oculares pendulaban nerviosos en prolongados vaivenes. La estática postura había detenido el tiempo interno, su respiración era melancólica y sus pensamientos se recubrían de alas.

Observaba inmutable el incesante hormigueo callejero. La pecera lo protegía, era cómplice, siniestra. Intentaba creer que nadie lo estaba mirando y comenzaba a perder corporeidad para ir desvaneciéndose como el humo blanquecino. Así, casi en un instante de trance absoluto su visión perpetuaba y erigía en mística presencia un insondable descubrimiento de fatuidad existencial. Dirigió con ímpetu glorioso y con algo de inconsciencia esa enigmática visión hacia la puerta del bar y descubrió sorprendido pero con satisfacción la entrada cotidiana de sus dos mejores amigos: Jacobo y Raymundo.

 

 

Intenta reaccionar y retomar de alguna manera la compostura pero no puede evitar un cierto temple de extrañeza en su expresión que Jacobo y Raymundo notan enseguida conforme van sentándose a la mesa. Los dos cortados que restaban parecían estar preparados de antemano y el camarero, o sea Manolo, el de toda la vida, los traía en cada mano, gruesas y toscas como garras. Incluso, de su boca apenas pudo salir un tímido: ¡ buenas...! casi con preocupación, por que él sí había estado observando a José María, y lo venía notando algo raro en los últimos minutos.

Conformado el trío y humeante dos de las tres tazas, como en otras tantas tardes de dura abdicación a la charla fácil y regocijante, y de aún más dura contemplación de las bellas féminas que pasaban por el ventanal, cual si fuesen estrellas de cine ante sus ojos, transcurrían con impertinencia unos cuantos segundos fríos como el hielo en que las palabras no asomaban en esa trilogía del silencio. Claro, Jacobo y Raymundo, expectantes miraban a José María, que seguía enmudecido y aún con la mirada vaga. Incluso cruzaron rápidamente sus propias miradas intentando encontrar una mísera respuesta al silencio de José María. Los segundos se convertían ya en un minuto y sin embargo la sensación compartida era una eternidad del desconcierto. Jacobo, como pidiendo permiso rompió sigilosamente el sobrecillo del azúcar y lo echaba con disimulo en su cortado. Raymundo siguió sus pasos y se atrevió a incrustar la cuchara, dar un par de vueltas en la oscuridad de la infusión y hasta meterse en el cuerpo el primer sorbo que apenas contactó con sus labios. La taza no había llegado aún a depositarse nuevamente sobre el plato que tenía ya una pequeña gota amarronada cuando José María, sin perder la mirada en la vagueza y con voz débil y atormentada dice:

 

-La esencia del fútbol solo se sostiene en la vertiginosa y cruel seducción de ese objeto maligno, que encandila, asfixia, te rodea y borra todas las accidentalidades para sustituirlas por una necesidad absoluta.

Jacobo y Raymundo, se lo quedaron mirando unos cuantos segundos más con una perplejidad que les recorría y les helaba la sangre. En primer lugar, por que precisamente una de sus interminables tertulias a la hora del café era el tema futbolístico, del cual los tres no solo predicaban una gran afición a sus respectivos equipos, sino también a todo el mundillo que acompaña constante y consecuentemente a este multitudinario deporte. Por lo tanto, en las jugosas tardes de la semana el fútbol era un tema cantado, hablar de los equipos, de los entrenadores, de los jugadores, de los fichajes, los presidentes o las aficiones no tenía descanso. Eso sí cuando llegaba el fin de semana cada uno se sumergía en el partido correspondiente para otorgar al sufrimiento o la alegría el sitio debidamente concernido. De allí, que la tarde del lunes era sobre todo de la más substanciosa para intercambiar comentarios voluptuosos o reproches de escándalo. Sin embargo aquella tarde, ya era jueves, las pasiones más sosegadas, los comentarios más espaciados aunque con alguna encumbrada disposición a la inminente jornada dominguera.

Jacobo y Raymundo volvieron a mirar a José María, ahora con una leve sonrisa abocetada en sus caras, por que era evidente que jamás el tipo se había despachado con semejante frase, que trataban de desmenuzar, teniendo en cuenta que José María no era una brillante eminencia del pensamiento contemporáneo ni siquiera del clásico, pues por lo que recordaban había finalizado a duras penas sus estudios secundarios y nada más.

Raymundo, tomando la voz cantante y elevando un poco sus cejas gruesas con algún principio de canas, se atrevió a preguntar:

 

-¿Cómo dices, José María?

-Lo que has oído –espetó con voz seria y contundente – por la sencilla razón que solo ese objeto maligno es capaz de seducir, de no creer en su propio deseo, de no vivir en la ilusión y carecer de deseo. Entonces ese objeto nos seduce ya desde niños y no podremos apartar su hechizo a lo lardo de nuestras tristes vidas, será él quien dicte nuestros deseos, nuestras ilusiones y toda nuestra razón de la existencia futbolera...

Raymundo y Jacobo, ya no daban de sí, a tal punto que en una simultaneidad de la causalidad que el momento exigía, observaron de reojo la consumición de José María, por si había tomado otra cosa, pero no, aquello tenía toda la apariencia de un café, aunque ya solo las huellas quedaban sobre la cerámica.

Raymundo, otra vez asumiendo la valentía de interrogarle ya se aprestó a indagar con prudencia y algo de incredulidad en su manifiesto:

-Pero, José María, ¿A qué te estás refiriendo exactamente?

-Es que no lo ves, solo es cuestión de aceptar ese destino, saber que todo gira irremediablemente bajo el manto de su poder de seducción y que sin ese objeto, el sentido del juego, de la estrategia y del desenlace sería una utopía irreverente y asquerosamente inexistente. Todos y cada uno de los que estamos dentro y fuera de este juego no encontramos en él mayor sentido que su poder de atracción, sufrimos según por donde esté y llegamos al éxtasis absoluto en cuanto lo vemos dentro de esa deseada y glorificada línea del tiempo. Es la alegría, la exaltación  de cruzar el límite, es el depositar en él todas nuestras más profundas decepciones y frustraciones mundanas.

Jacobo, que por fin se animaba a balbucear palabra después de haberse terminado el cortado de un escueto trago, amargo por cierto por que solo le había echado un sobre de azúcar, cuando siempre pedía dos, no tuvo mejor idea que preguntarle:

 

-¿Estás enfermo?

-¿Enfermo? –contrarrestó José María, con un gesto de extrañeza pero al mismo tiempo con algo de enfado. Pareció acomodarse un poco mejor en la silla y como tomando nuevamente impulso para soltarse aún más en su virulenta oralidad reflexiva, prosiguió:

-Solo piensen amigos míos que el secreto no solo está en su forma, su textura o su color, el verdadero enigma y aunque pensemos en que siempre está siendo dirigido, el verdadero enigma como digo, está en el movimiento. Sí, es ahí donde ejerce la fascinación de la mirada, del seguimiento atónito y concentrado y es un movimiento de dualidad compulsiva, génesis primogénita de las pasiones que afloran después. Generalmente el mismo interesado, cuando le golpea, cree que va donde ha decidido de antemano, y nunca nada menos cierto, solo hay una acumulación de breves fenómenos físicos que otorgan esa aparente virtud, pero en realidad el deseo solo está reservado al protagonista y al espectador, son ellos quienes padecen el deseo, pues ciertamente él carece de deseo como dije anteriormente. Él, solo es el objeto de nuestra seducción al cual nos debemos, al cual adoramos y por el cual le damos sentido y realidad a este maravilloso juego llamado fútbol.

-Bueno, José María –interpuso Raymundo- nos estás dejando boquiabiertos y estamos intentando seguirte el hilo, es más en lo que a mí respecta me parece que estás hablando de fútbol, como otras veces lo hacemos, pero claro está que tu discurso, hoy es absolutamente nuevo y hasta cierto punto extraño para mí y Jacobo, como comprenderás. Estamos sorprendidos. Pero dime una cosa: ¿dónde has leído todo esto?.

-En ninguna parte, es simplemente haber comprendido, después de tantos años de ver fútbol, donde estaba su auténtica esencia, su razón de ser, el afán de su existencia como opio de las grandes masas, como fenómeno cultural de nuestra época. Y esa razón está en lo que les digo, en ese objeto maligno que nos tiene obnubilados frente a la pantalla o en el campo, al cual dedicamos el mayor tiempo de nuestra atención en un proceso de relevancia hipnótica que solo descansa en el éxtasis del marcador.

Jacobo, que para entonces comenzaba a mirar con impertinencia su reloj y hasta ahora no había sido capaz de hilvanar ningún comentario, justamente cuando su equipo acababa de fichar un jugador sudamericano y merecía ser comentado, tuvo una repentina fortaleza y se animó a preguntar:

-Muy bien, ¿Cuál es entonces ese jodido objeto del que no paras de hablar?

José María, hizo un sepulcral silencio, inclinando la cabeza levemente y llevándose ambas manos hasta apoyarlas en los flancos de su cara un poco enrojecida. Miró hacia el techo, como perdiendo la visión en el foco que día y noche permanecía encendido. Volvió a bajar sus ojos hacia la mesa y ahora hacia el ventanal y como si algo le faltara buscó sus cigarrillos en la chaqueta y con pasmosa lentitud encendió uno.

Jacobo y Raymundo, invisibles testigos de la enigmática  puesta en escena de José María, tragaron juntos y aspiraron el aire escaso que les circundaba, mirándose ya con un gesto de impaciencia, desconcierto, hastío y temor, todo mezclado a la vez, esperando respuesta.

Manolo, el camarero, que había estado pendiente de la conversación, eso sí apartado y cerca de la barra para tratar de pasar inadvertido, ya no podía contener la expectación y apunto estaba de ir a por José María y sacudirle la cabeza de una vez, para que hablara.

¿Y bien –dijo Raymundo- nos vas a decir cuál es ese bendito objeto del demonio?

Y José María, sin mirarlo siquiera, con voz lenta y cansina, incluso no parecía la propia dice:

El balón

-¿El balón? –replicó Jacobo-

 

Así es, estimados colegas, solo él es la forma del objeto seductor que hipotetiza el secreto del juego, el desafío y la distancia de la incertidumbre. Dueño de un signo de dualidad inteligible, donde el protagonista y el espectador determinan una persecución de la parábola que sempiternamente va dibujando en el aire de su derrotero. La ironía de su evolución gravitatoria viene a sustituir la causalidad universal por la fuerza de un objeto singular. En un segmento de tiempo que abarca el fino silbato de la ley se paraliza toda causa necesaria que se convierte en accidental y tan solo el efecto de su alegoría pasa a ser la única necesidad absoluta, en la cual podemos extasiarnos y transportarnos.

Manolo, el camarero, se había quedado con la mirada fija, no ya en el propio José María sino en sus palabras, y no se percataba que desde otro rincón del salón lo estaba llamando un cliente para pagarle la cuenta.

Jacobo, por su parte, comprendiendo que la situación parecía ya irse de las manos y que José María no tenía intención de cambiar su discurso, se apresuró a comentar:

-Bueno, la verdad es que tengo que comprarle unas cosas a mi mujer que me había encargado y voy a ir ya hacia el centro comercial.

Raymundo, no dudó en aprovechar la excusante huída de Jacobo y con voz nerviosa, como disculpándose de la circunstancia, atinó a decir:

-También yo debo irme, pues tengo cita en la peluquería, a ver si me arreglan un poco estos menjunjes que tengo arriba.

-Bueno, José María, nos vamos. Te vemos mañana ¿no?. Cuídate del frío y tomate una aspirina que por cierto no tienes buena cara.

José María, hizo apenas una leve y cómplice mueca de despedida y se quedó mirando hacia la puerta  como se marchaban sus colegas.

Raymundo y Jacobo, ya en la calle y a pocos metros del bar, no se decían una palabra y hasta sintiéndose un poco incómodos por la rareza del momento, tuvieron de pronto ante sí un grupo de chavales que jugaban al fútbol en plena calle y no perdieron ni un instante en clavar la mirada en aquel objeto esférico. Así, inmóviles al borde de la acera, observaron que en un forcejeo del juego el famoso balón quedó a la deriva y venía botando hacia ellos... no se lo pensaron y echaron a correr hacia él con sus cincuenta y tantos encima...

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